Con frecuencia, hablamos sobre
los políticos como si hubiese una fábrica secreta en Segovia, donde los ensamblan pieza a pieza para dedicarse al robo y a la corrupción, como si procediesen de una
realidad ajena a nosotros y respondiesen a un plan urdido por una sociedad ultrasecreta, que pretende destruir nuestra sociedad.
No obstante, a poco que reflexionemos, podemos llegar a la conclusión de que en democracia,
por el principio de representatividad, los ciudadanos escogen a los políticos y configuran así una abstracción electa de la sociedad, que funciona como un reflejo de la misma, donde podemos percibir los matices más microscópicos de nuestro País. De este modo, por ejemplo, Felipe González, un hijo de ganaderos sevillanos que -según él- iba apestando a vaca a clases de derecho en la Universidad de Sevilla, llegó a ser nuestro presidente. Así, si profundizamos, seguimos esta línea de análisis y ponemos nuestros ojos en los pequeños núcleos demográficos, comprobamos de forma más precisa que los políticos son una representación electa de la sociedad, pues los alcaldes de los pueblos son vecinos de aquellos que les han elegido. De este modo,
resulta contradictorio criticar a los representantes políticos como si fuesen una realidad ajena a la ciudadanía española, ya que estos son parte de la sociedad y funcionan como una muestra representativa de la misma. Es decir, lo malo no es que los políticos no nos repesentan, sino todo lo contrario.
Si aceptamos esa evidente realidad, podría decirse que
la corrupción no es un problema aislado de las estructuras de los partidos, sino que refleja un problema moral subyacente que está arraigado en lo más profundo de nuestra cultura; un problema de carácter sociocultural que radica en la España de la picaresca, de los chanchullos y de la trampa, donde el fraude, las apariencias y la estética es cosa de héroes. De este modo, durante estos años de falso auge económico y posterior decadencia, la política ha sido un reflejo de todos esos ciudadanos que cobraron el paro mientras trabajaban "en secreto" y cobraban en negro; o de esa familia, donde una joven que vive a dos calles de la Universidad, se empadronó en el pueblo de la abuela a 200 km, para poder cobrar la beca de 6000€ y comprarse una Canon 450D; o de la alianza que surgía entre el dueño de tal o cual hacienda y sus vecinos, que les compraban falsos jornales para cobrar el PER sin haber pisado el campo; o de todos aquellos que declaraban menos haber producido menos, para recibir subvenciones; o, en definitiva, de todos aquellos
ciudadanos que decidieron realizar cualquier tipo de trampa o chanchullo económico para apropiarse de lo que no le pertenecía.
Por otro lado, nos encontramos con esos "
empresarios", que en vez de aprovechar la libertad económica y el flujo de crédito para generar un tejido industrial estable y productivo, se dedicaron a montar bares con el aval de sus padres o a construir sin planificar, realizar chanchullos en los Ayuntamientos,
especular y aprovecharse de sus vecinos, para sacar tajada con la burbuja inmobiliaria que crearon con el beneplácito -pasivo o activo- de todos los agentes sociales. Ese empresario cuya mayor inversión en I+D fue comprar un chalé en la playa, para que su vecino contemplase con envidia su opulenta vida de empresario; o ese propietario de clase media, que alquilaba su zulo de 25 m2 por 900€ al mes, mientras se hipotecaba para comprar más propiedades, con el fin de especular, alquilarlas y ser más rico.
Y por último, a esos numerosos jóvenes que en vez de estudiar, emprender un negocio productivo o de preguntarse de dónde caían los 3000€ por realizar un trabajo poco especializado o la hipoteca de 300.000€ a 50 años, el chalet y el BMW,
se dedicaron a firmar contratos sin leerlos y sin pensar en las posibles consecuencias y las vacas flacas, olvidando totalmente el cuento de la hormiga y la cigarra y toda la sabiduría popular que nos dice que no todo lo bueno dura eternamente. Así, estos jóvenes se convirtieron en el último eslabón de
una cadena que envuelve a la mayor parte de la sociedad y gira en torno a un núcleo problemático: la falta de moral.
En definitiva, en la
España de la picaresca, durante todos estos años, hemos podido observar
demasiados casos de corrupción ciudadana, hemos visto a demasiadas personas que, en un alarde de inmoralidad, realizaban autenticas planificaciones estratégicas para ver de qué impuesto se podían librar, qué subvenciones podían conseguir y a quién le podía sacar qué a cambio de humo.Y, aunque
los ciudadanos corruptos y los listillos son una minoría pesada y llamativa, debemos admitir que se convierten en
un lastre insostenible que perjudica y desvirtúa la calidad de nuestra democracia, así como también ha
destruido nuestra economía poco a poco.
Aunque esto no acaba aquí, sino que, cuando
la burbuja sustentada por la corrupción moral ha estallado -con su reflejo económico-,
la sociedad no es capaz de hacer autocrítica ni de buscar soluciones realistas y responsables, sino que vuelven a fomentar esa
España del Lazarillo de Tormes; se vuelve a engordar la corrupción y a legitimarla con el "si tú robas, yo más"; se indultan a ladrones, porque otros roban más;
se delega la responsabilidad general de la situación en instancias superiores que son un reflejo de la base social y, de este modo, se crea un círculo vicioso en el que unos se echan la culpa a otros, otros pierden el respeto a la Ley, unos enmudecen y algunos simplemente apagan sus ganas de seguir en este País. Por otro lado,
los medios de comunicación sólo generan un molesto ruido y no atienden a las causas del problema, sino que miran embobados el dedo que señala el cielo o simplemente describen con minuciosos detalles la corteza del primer árbol que tapa el bosque -la corrupción, el Rey, Urdangarín, etc.- sin hacer un análisis profundo del origen de todo ni proponer soluciones realistas, alternativas y constructivas. Por último, el grueso de la ciudadanía se reúne en las plazas para sublimar la frustración contenida, sin saber muy bien qué hacer ni qué decir; además, tampoco podían faltar los
espabilados de las banderitas de colores o los pollos, que creen que estamos en el 1936 y la solución radica en dar un salto anacrónico a la peor parte de nuestro pasado. Y así, parece que el tejido social español está cada vez más roto y todos los agentes sociales que deberían hacer algo para salir de la crisis están perdidos y sin saber que hacer; mientras
los inversores extranjeros, ante tal panorama, ni se atreven a invertir.
En primer lugar,
antes de resolver cualquier problema debemos atender a sus causas más remotas. De este modo, una de las causas de
la corrupción ciudadana se da porque ha habido una ruptura entre lo privado -lo personal e individual- y lo público, motivo por el cual, lo público ha comenzado a perder valor, a no ser apreciado y a ser susceptible de multitud de ataques no planificados y de carácter individual. Es decir, la ausencia de un núcleo de valores que una a los ciudadanos posibilita que se haya roto el tejido social, que la sociedad se fragmente y que el individuo no sea consciente de que robar de las arcas públicas es lo mismo que robarle al vecino. En segundo lugar, entendemos que
la sociedad es la matriz de la moral y las buenas costumbres, por lo que, la moral pierde fuerza al estar ésta fragmentada. Así, en general, estos dos factores -junto con la crisis de sentido y valores de la postmodernidad- han convergido en una coyuntura socioeconómica tremendamente compleja, que supone un caldo de cultivo para la corrupción ciudadana generalizada y su reflejo en las instancias superiores que la reflejan.
No obstante,
la mayoría de la sociedad está olvidando estas cuestiones culturales y morales, se ciega con el dinero y, en consecuencia, la mayor parte de las críticas simplifican el problema y lo hacen girar en torno a cuestiones accesorias, estéticas, materiales y/o económicas. Pero lo cierto es que no se puede tratar un problema de origen sociocultural y moral con una perspectiva dominada por el determinismo económico -esto sería como tratar una angina de pecho con una sesión de maquillaje y cosméticos del Mercadona-. Por ello, creo que
la solución definitiva nunca la encontraremos en el ámbito económico -es fácil implantar un modelo económico y generar riqueza, si se quiere y sabe-, sino que está en la sociedad, en la cultura, en los valores, la ideología y, en última instancia, en la Moral y la Filosofía. En definitiva, sólo se acabará con la España del culto a los chanchullos y la trampa, mediante un proceso que cambie la forma de percibir el mundo de cada ciudadano, para que éste sea capaz de participar en la sociedad, construir un núcleo de valores que vuelva a unir el tejido ciudadano y, en consecuencia, fortalecer lo público, la moral y la convivencia equilibrada (
el dinero llegará después, por si solo) Este proceso es complejo y requiere de mucha planificación y esfuerzo, pero es seguro.
¿Cómo podría hacerse? Sólo tenemos que recurrir a la buena Historia, para saberlo. Así, Aristóteles ya dijo:
"Con la filosofía he logrado lo siguiente: hacer sin que otros me lo ordenen, lo que los demás hacen sólo por temor a la Ley". De estas sabias palabras inferimos que, aunque surjan de diferentes fuentes y usen diferentes mecanismos, Filosofía y y Ley tienen un mismo fin: la preservación de la moral y la buena conducta ciudadana. De tal modo que ambas se complementan y, si una falla, la cubre la otra. De este modo, entendemos que si en España falla la moral, la Ley deberá cubrir ese vacío hasta que se repare el tejido social. Es decir,
el camino para acabar con la cultura de los chanchullos comienza con la Ley, por lo que ésta debe aplicarse con dureza y combatir con fuerza todos los actos de fraude fiscal y corrupción ciudadana, en todas sus formas y expresiones, para que los españoles sepan que las trampas económicas son un ataque a lo público.
No obstante, en este caso, si tenemos en cuenta que nos enfrentamos a un problema de origen social, la Ley no serviría de nada sin
la colaboración ciudadana; por ello, se debe enseñar a los españoles a usar las leyes, a través de la comunicación y la creación de un contexto cultural apropiado. Para ello, se deberían poner en marcha
campañas sociales -publicidad social-, para incidir sobre la esfera simbólica y los valores, de tal modo que, por un lado, cualquier chanchullo o estafa económica sean percibidas como algo deleznable y dañino, que atenta contra todos los españoles y, por otro lado, que incentivase moralmente a quienes luchen contra este tipo de actos. De este modo, se denunciaría el peligro de l
a cultura de la picaresca como eje del deterioro económico y se rompería la espiral del silencio sobre la que se basa, pues los ciudadanos honrados se sentirían apoyados y perderían el miedo a la hora de denunciar todos los casos de corrupción que se cometen ante sus ojos. En este sentido,
una vez sembrados esos valores iniciales, el siguiente paso consistiría en ofrecer canales de comunicación que facilitasen las denuncias y el conocimiento de todo acto de corrupción , para que el miedo a la inmoralidad comenzase a adueñarse de todos aquellos que tengan inclinación a apropiarse con malas artes de lo que no le pertenece. Sobra decir que detrás de este proceso cultural, debe existir una maquinaria organizacional compuesta por recursos humanos y materiales, que se encargasen de encauzar toda la actividad.
De este modo,
mediante la Ley y la comunicación se conseguiría frenar los efectos de la decadencia moral, de forma rápida y artificial. Así, y aunque es cierto que "los corruptos" dejarían de serlo por miedo a la Ley y y no por voluntad propia, como decía Aristóteles; también lo es que esta estrategia serviría como punta de lanza para incidir sobre el ámbito cultural más profundo. Es decir, este tejido social remendado, podría usarse como punto de partida para instaurar la solución definitiva, que consistiría en
construir un núcleo de valores que refuerce lo público y articule una democracia verdaderamente participativa, a través de la Filosofía y la comunicación; de tal modo, que cada individuo tenga las herramientas conceptuales e ideológicas necesarias para ser dueño del bien y poseedor de la moral; elementos gracias a los cuales, se relacionará de forma adecuada con su entorno -tema que daría para más de una entrada-.
Para realizar esta tarea titánica,
los ciudadanos deberían dejar de lado la nostalgia, sus rivalidades y ser capaces de realizar un discurso autocrítico, desde el que surja un análisis realista del problema real al que nos enfrentamos. Una vez conseguido esto, emprender una labor de comunicación organizada que eleve estas necesidades a la esfera política, para restaurar la calidad de la democracia. Algunos pensarán que esto resultaría imposible, porque los poderes del Estado no están realmente separados, porque la Ley no actúa, bla,bla... pero muchos se sorprenderían de
lo que es capaz de conseguir una crítica constructiva, racional y realista, que aglutine la voz de la ciudadanía y la transmita a través de un método comunicativo organizado. Y, por supuesto, no me refiero al típico joven que aprovecha la libertad de expresión para lucir un amplio cartel en el que se lee: "no hay libertad de expresión". Es decir, hay que criticar bien -fomentar el emprendimiento, la cultura empresarial, condenar las trampas, solicitar elecciones primarias...- y hay que actuar igual.
En conclusión, pienso que no se trata de un problema entre políticos y ciudadanos, sino entre personas honradas e individuos de escasa moral y, si tenemos en cuenta que ambos tipos están en todos lados. la balanza sólo puede equilibrarse con la Ley y la Cultura. Nos enfrentamos a un problema tremendamente complejo, del cual todos somos -en un sentido u otro- responsables, que requiere de una perspectiva amplia y una profunda reflexión personal que vaya más allá del orgullo, de lo material y de las ideologías de etiquetas, lados y colores. Una reflexión realista, que beba del análisis social, se construya mediante la planificación estratégica y llegue a la cultura a través de acciones responsables, moderadas y coherentes. Y, ante todo, aunque nos encontramos en un contexto de caos brutal, debemos mantener siempre una postura racional y filosófica, y no dejarnos llevar por la euforia emocional, los las promesas extremistas o la demagogia oportunista.